El realismo me suele interesar bastante poco. Cosas mías. El hiperrrealismo, ya que estamos, me parece la inversión de tiempo y esfuerzo más inútil posible.
El realismo contemporáneo pareciera andar tras lo humano desde lo más abyecto y grotesco del cuerpo, lo cual termina siendo un ejercicio maniqueo que parece tener comprador garantizado. Saville, Freud, Mortimer, enormísimos pintores que pasarán a la historia, me terminan cansando. Buscar verdades humanas desde la enfermedad, la deformidad o la patología, como queriendo significar o leer al cuerpo, muy en el fondo, me acaban por parecer búsquedas extremas propias de quien ya no sabe dónde más decir algo nuevo sobre el cuerpo o sentir al cuerpo. Los extremos casi insoportables de la humanidad siempre darán tema, siempre le otorgarán al arte excusas de representación.
De esta línea de arte me interesa y me sigue sorprendiendo es el menos conocido, quizás por ser de un país del Tercer Mundo. El griego Giorgos Rorris.
Sus personajes están sentados, a veces desnudos, a veces llegando, a veces yéndose. Siempre en unos entornos amplios, apenas moblados. Su luz suele ser un foco potente, claroscuro que revela la violencia de las formas del cuerpo y hace extraños los rostros más anodinos y anónimos que te puedas encontrar. No hay en ellos más humanidad que la que Rorris revela y encuentra en sus rostros agotados, vencidos, hastiados, como en una aparente calma que casi los vuelve artificiales. Podrían ser muñecos, podrían estar muertos, no dialogan casi nunca con el pintor o con el observador. Pero en un extrañísimo malabar, Rorris consigue revelar un profundo desasosiego que parece haber dentro de ellos. Ahí reside la humanidad lejana que se resiste a ser show de feria, que se resiste incluso casi a estar presente.
En otras ocasiones de modo brillante, los cuerpos s funden con el fondo por mano de violentos brochazos, lo cual parece llevar esa abrumadora desolación a lecturas hasta metafísicas.
Es como si Rorris hubiera proyectado la casi mágica desolación y languidez de Hopper hacia un camino de no retorno profundamente lúgubre y desasosegante.
Ni qué decir de la maestría con que logra un realismo solo en apariencia fotográfico cuando en realidad está poniendo de manifiesto el poder de la pincelada, del empaste, de la pintura como acto plástico que se basta a sí mismo para representar al cuerpo de la manera más brutal y atroz posible, sin hacer alharaca ni perderse en tanta compleja búsqueda posmoderna y tan del gusto de galeristas y expertos. Los personajes de Rorris solo están ahí, hundidos en el hastío y el aburrimiento, y solo su trazo nos recuerda que siguen con vida.
La cabeza de toro muerto y desollado es quizás el ser más vivo de todos, lo cual es un espantoso acto de humor dentro de su pintura.